La confirmación de la condena de Cristina Fernández por parte del Tribunal de Casación demuestra, una vez más, las consecuencias que entraña para un político dejarse dominar por el miedo. Desde hace una década la ex presidenta optó por colocar en la cúspide de sus preocupaciones tratar de evitar, al precio que fuera, un destino de prisión. Hoy está pagando las consecuencias de esa determinación.
Para no ser innecesariamente duro con ella, debe admitirse que razones no le faltaban para experimentar ese temor. El encarcelamiento de su vicepresidente, Amado Boudou; el golpe bajo del procesamiento de su hija Florencia; su inclusión en una causa como la de Vialidad que han llevado a la confirmación de esta sentencia, muy floja de papeles e incluso en contradicción con los informes de los peritos, son algunos de los hitos que terminaron por socavar el espíritu de Cristina. Por si no alcanzara con eso, el intento de magnicidio terminó de componer un escenario de asedio. ¿Quién podría objetar o condenar que haya caído presa del temor? El Lawfare en su contra resulta evidente. No fue la única: entre muchos otros casos podrían citarse el de Lula y el de Correa. El primero lo utilizó para tonificarse y redoblar su apuesta política: después de ir preso llegó a la presidencia, con la admisión de haber sido condenado injustamente. El segundo optó por la inversa, y todavía pena tratando de no terminar tras las rejas.
Ambos casos experimentados por líderes latinoamericanos próximos a Cristina deberían haberla alertado sobre los riesgos que corría al tomar decisiones que, constantemente, denotaban su miedo respecto de sus perseguidores. Buscó la moderación eligiendo a Daniel Scioli como candidato presidencial en 2015; redobló la apuesta en 2019 con Alberto Fernández, tras “perdonarlo” luego de 7 años de confrontación entre ambos; hizo lo propio con Sergio Massa en 2023. En el medio entregó a Julio de Vido, propiciando la quita de fueros al indicar a sus legisladores que no salieran a defenderlo en el recinto; ordenó a sus seguidores que no realizaran movilizaciones ni una campaña en su favor como repudio a su procesamiento; se autoapartó de cualquier alternativa de postulación presidencial, con argumentos escasamente sostenibles, como aquél que aseguraba que “con Cristina sola no alcanza, pero sin ella es imposible”. Fueron todas concesiones que terminaron desgastando su imagen y su respaldo social.
Y, sobre todo, se rodeó de escaladores e impresentables que la aconsejaron para beneficiarse personalmente, sin importar las consecuencias que ella debería pagar. Reiteradamente trató de contrarrestar esa sensación de miedo que transmitía redoblando su autocracia interna dentro del panperonismo. Así creó Unidad Ciudadana en 2017; utilizó todos los recursos disponibles para mantener la potencia de su dedo en la interna para definir a justos y pecadores y componer las listas electorales; y, absurdamente, pensó que si le “prestaba” la lapicera a otro, como en el caso de Alberto Fernández, iba a manejarlo por control remoto. Algo que ni siquiera pudo hacer Perón con Cámpora ni, mucho menos, Eduardo Duhalde con Néstor Kirchner.
Mientras tanto, su imagen iba cayendo, sobre todo cuando no se hacía cargo de las consecuencias de las decisiones que tomaba, evidenciada tanto por los reiterados fracasos electorales como por el distanciamiento de las políticas aplicadas entre 2019 y 2023 con las propiciadas durante la “década ganada”. No hubo auditoría ni causas judiciales para el saqueo llevado a cabo por Macri-Caputo. No hubo consistencia en el intento de estatización de Vicentín. No hubo fortaleza en la negociación con el FMI. Y lo peor es que, cuando advirtió los resultados económicos y sociales de quien ella convirtió en presidente, salió a desentenderse de su responsabilidad y salió a jugar abiertamente como opositora del gobierno que ella misma había instalado.
Tras la victoria de Javier Milei se quedó sin discurso. No sólo se incrementaron los temores por el fallo de casación: también fue creciendo la imagen de Axel Kicillof en la provincia, a quien había intentado destruir desde las elecciones de medio término. Para Cristina el liderazgo no puede compartirse ni resignarse: quien asomara la cabeza debe ser decapitado. Lo hizo siempre: está en su naturaleza.
La decisión de competir por la presidencia del PJN, luego de haber rechazado esa alternativa a lo largo de su vida, fue una nueva señal de debilidad. En plena caída de la imagen de Javier Milei, Cristina lo potenció al instalarse nuevamente en el centro de la escena, calificando a Axel como “traidor” o “Judas”. Inmediatamente el presidente libertario recuperó los puntos perdidos ante la amenaza de un eventual retorno de Cristina. Lo que es peor es que, hasta el día anterior, había dado su aval a la postulación de Ricardo Quintela. De un plumazo, la ex presidenta trató de cargarse a los únicos dos gobernadores que habían adoptado una estrategia de confrontación con el Gobierno Nacional. ¿Le sumó en su apoyo interno? La respuesta es que no: sino no hubiera recurrido a argumentos leguleyos para impedir que los afiliados se expresaran.
Pero ni siquiera la felicidad de un Milei potenciado en las encuestas le evitó el fallo de Casación. Es cierto que, en la lógica amigo-enemigo, la grieta entre Milei y Cristina es sumamente potente para barrer de la escena a otros pretendientes. El problema es que esa confrontación la condena a la derrota.
Para colmo de males, los únicos dos gobernadores que condenaron el fallo fueron Axel y Quintela. El resto se quedó callado, ya que deben negocia con el gobierno nacional la llegada de fondos para sustentar sus gestiones. Y también, seamos claros, porque desde hace más de una década que no soportan sus modales, sus presiones, sus amenazas. En síntesis, su dictadura interna. ¿Irá presa Cristina? ¿Cuándo se expedirá la Corte Suprema? No hay apuro para hacerlo: esta Cristina temerosa e instrumental para impedir cualquier tipo de recambio dirigencial resulta la más conveniente para garantizar la victoria electoral de los candidatos de Milei en las elecciones de medio término y la continuidad sin oposición sólida a su plan económico de ajuste y de transferencia de ingresos.
“No distraigas a tu enemigo cuando cometa un error”, aconsejaba Napoleón Bonaparte. Cristina, desde hace mucho tiempo, se comporta como un pato de campo. Su miedo la levó a detonar al campo popular. Si consiguiera recuperar su liderazgo social y convertirse en una amenaza electoral, tal vez las fuerzas de la Justicia decidan que es hora de cancelar su participación pública y colocarla del otro lado de las rejas. Mientras tando, con su coro de impresentables, encabezados por su hijo Máximo, Juan Grabois, Wado de Pedro y compañía, Cristina es la principal garante del éxito del Plan Milei. ¿Para qué distraerla?