Por Alberto Lettieri
El término “revolución” fue utilizado por el marxismo para definir procesos de cambios drásticos en las estructuras económicas, sociales, políticas y culturales que tuvieron lugar en un plazo relativamente acotado, implicaron un generoso derramamiento de sangre y significaron una ruptura drástica con lo precedente. Entendiéndolas como “locomotoras de la historia”, Carlos Marx encontró una imagen instrumental para representarlas: puestas en marcha, arrasaban con todo lo precedente.
Sin embargo, mucho antes de la obra de Marx, esa valoración celebratoria del término revolución comenzó a ser enfrentada con otra muy negativa, que lo asoció con la violencia, las destrucción y la instalación de regímenes autoritarios. Esta segunda mirada puede fácilmente encontrarse en los debates y definiciones del Congreso de Viena, de ese mismo 1815, en el que se pretendió legitimar los cambios en las estructuras económicas obsoletas, invalidando simultáneamente la extensión de derechos y el sufragio universal. Progresismo económico, conservadurismo político y valoración descalificatoria de la irrupción popular ampliada en la política fueron sus características.
Curiosamente, el término revolución venía experimentando cambios constantes en los significados que se le atribuían, que no dejaron de experimentarse hasta el presente. Originalmente revolución explicaba un fenómeno propio de los astros que, tras recorrer su órbita, volvían a su posición inicial. Traducido al lenguaje político, designaba a un orden consolidado que, tras sufrir alguna drástica dislocación, retomaba a su composición anterior. Así “revolución” permitía definir un proceso al que denominaríamos posteriormente como “restauración”. Tales eran los casos, por ejemplo, del retorno de Inglaterra a la monarquía parlamentaria luego del intento absolutista de los Estuardo; de los reclamos de los norteamericanos frente al inconsulto incremento de los impuestos por parte de la metrópoli británica o la expresión “El amo viejo o ninguno”, que se difundió en América Latina en los tiempos previos a las independencias.
Por entonces, el término revolución se aplicaba a procesos astronómicos o políticos exclusivamente. Pero la Revolución Francesa puso en marcha a la “locomotora de la historia”, que se llevó puesto ese significado original. Al no contarse con otro más adecuado, revolución permitió dar cuenta de proceso de transformación profunda de estructuras que no sólo eran política. De ahí la denominación de “revolución industrial”, “revolución social”, “revolución cultural”, “revolución sexual”, etc.
Tal como se señaló en el inicio de este artículo, el significado unívoco del término revolución dio lugar a un complejo proceso de reconfiguraciones semánticas e ideológicas que se profundizó aún más con la Revolución Rusa. ¿Debía mantenerse su valoración positiva, cuando indefectiblemente conducía al entronizamiento de gobiernos autoritarios? O, por la inversa, ¿habría que seguir valorando el ideal y los cambios estructurales que propiciaba la revolución, aún a pesar de las formas políticas que adoptara?
Con la declinación del marxismo como alternativa efectiva frente al capitalismo y la república democrática consumada en el último cuarto del Siglo XX, el término revolución terminó siendo objeto de condena y descalificación. Sin embargo –paradojas de la historia- en los últimos años ha sido resucitado por un liberalismo a ultranza que, en lugar de promover la igualdad y la ampliación de derechos, apunta a su conculcación y a favorecer la concentración de la riqueza y la exclusión social. Las propuestas de un pretendido anarco-liberalismo o libertarismo recurren frecuentemente a utilizarlo con este sentido. Lo más curioso es que consigue generar entusiasmo entre quienes serían las víctimas de su eventual éxito, ante la total decepción sobre los resultados sociales y económicos de la democracia republicana. Y, lo más sorprendente, aplicando una propuesta que, en términos ideológicos y programáticos, es anterior a la propia Revolución Francesa, y que postula un retorno a las relaciones de fuerza existentes por entonces.
¿Es posible recuperar la asociación del término revolución con un programa transformador de ampliación de derechos, movilidad social ascendente y redistribución de la riqueza? ¿O, por el contrario, debe aceptarse mansamente que “la revolución se volvió de derecha”, con las consecuencias sociales, políticas, económicas y culturales que esa defección entraña?¨
A la altura actual de los acontecimientos resulta indispensable dar respuestas concretas a estos interrogantes. No en términos teóricos, sino mediante la elaboración de programas y acciones concretos que permitan abonar procesos de recuperación de derechos, impulso de la inclusión social y redistribución de la riqueza, propiciando modelos de movilidad social ascendente. Caso contrario, el futuro de la democracia está seriamente comprometido, sobre todo en la región con mayor nivel de desigualdad del planeta: América Latina.
La experiencia histórica debe ser un insumo indispensable al momento de definir programas de transformación real de nuestras sociedades, capaces de instalar en las grandes mayorías la convicción de que la política recupere su potencialidad transformadora y disruptiva. Sin caer en los extremos del marxismo ni del anarco-liberalismo, el peronismo significó el modelo contemporáneo más fabuloso de transformación social pacífica, en clave democrática. En este caso, el autoritarismo y el derramamiento de sangre fue el sello de quienes intentaron exterminarlo.
Parafraseando al cantautor Silvio Rodríguez, no puede “ararse el porvenir con viejos bueyes”, aspirando a obtener resultados diferentes sobre prácticas y programas que condujeron al fracaso, ya que, en este caso, el interrogante ¿la revolución se volvió de derecha? se convertirá inexorablemente en una afirmación. Y las consecuencias de esta consagración no serán, precisamente, neutras para la inmensa mayoría de los habitantes de este planeta.
En la Argentina contamos con una doctrina nacional y un amplísimo set de realizaciones concretas inspiradas en ella. Pero también la experiencia de desaciertos y de prácticas erradas. La historia puede darnos claves para la definición de un programa y una estrategia, pero su éxito dependerá también de la evaluación adecuada de las condiciones actuales, tanto a nivel interno como geopolítico.
Pero el debate no puede postergarse. En los años 60, Perón comprendió con claridad que era el momento de ensayar una “actualización doctrinaria” para adecuarse a los cambios impuestos por la “locomotora de la historia”. Ya sin su presencia física desde hace casi medio siglo, resulta indispensable asumir esa tarea largamente dilatada y asumir las responsabilidades que nos competen. Sólo así conseguiremos evitar que el proyecto de los “nostálgicos del 43” se consume.