La frase «Miente, miente, miente que algo quedará, cuanto más grande sea una mentira más gente la creerá» suele atribuirse a Joseph Goebbels, Ministro para la Ilustración Pública y la Propaganda durante el III Reich. En realidad, pueden rastrearse sus orígenes muy atrás, al menos hasta los tiempos de la Grecia clásica, y la mayoría de los manuales de retórica la presentan como un recurso asociado al convencimiento de los auditorios, infiltrando la mentira entre otras afirmaciones indubitables. Justamente en ese objetivo de convencer y direccionar los juicios de una mayoría, una adecuada administración de la mentira puede resultar muy eficaz. Sobre todo si atendemos a la tesis de Maquiavelo que diferencia la ética de la política. La construcción de poder ha transitado reiteradamente, a lo largo de la historia, por caminos muy diferentes de los de la moral.
Si bien Goebbels no fue el creador de la máxima, tampoco se privó de aplicarla para imponer la ideología nazi en la educación y el sentido común de las masas. Cuando parecía que ya teníamos suficiente con los planteos sobre la licitud de la venta de órganos y de niños de Javier Milei o el negacionismo y la reivindicación de la Dictadura Cívico-Militar de parte de su candidata a vicepresidenta, Victoria Villarruel, otras figuras destacadas de su entorno insisten en desafiar nuestra capacidad de asombro.
Los publicistas de la mentira y de la pulverización de los consensos básicos esenciales de una sociedad democrática son Emilio Ocampo, el ideólogo de la “dolarización” del libertario, Martín Krause, a quien se sindica como responsable de la Secretaría de Educación en caso de que Milei llegue a la presidencia, y Rodrigo Marra, candidato a la Jefatura de la CABA. Ocampo causó revuelo al cuestionar el reconocimiento como “Padre de la Patria” que nuestra sociedad atribuye al General José de San Martín. Krause, por su parte, elogió la eficacia de la Gestapo. Marra, por su parte, avanzó hasta el punto de cuestionar la Independencia, inclinándose por los beneficios de mantener la matriz colonial, apelando a sus antepasados españoles.
En este punto, Marra reitera la posición colonialista ya levantada en su momento por Mauricio Macri, al aludir a la pretendida “angustia” de nuestros patriotas, antes de disculparse ante el Rey de España por las acciones de los criollos. Pero aún hay más coincidencias: no sólo Patricia Bullrich, sino varias figuras destacadas del PRO, han coincidió en diversos momentos con Javier Milei al afirmar la soberanía británica sobre las Malvinas. El argumento, rastreadas sus raíces históricas, nos lleva hasta un Domingo F. Sarmiento que, en sus editoriales publicados en la prensa chilena durante los años del rosismo, avaló la misma tesis. E incluso fue mucho más allá, al defender la potestad trasandina sobre la Patagonia.
Los cuestionamientos de Ocampo sobre San Martín tampoco son una novedad. Ya Vicente Fidel López insistió en sembrar dudas sobre su patriotismo, y dio pié a las fundamentaciones sobre su supuesta condición de “espía inglés” que le atribuyen, por ejemplo, abogado santiagueño Antonio Calabrese o Juan Bautista Sejean. Pero la condena de nuestro Libertador venía de mucho antes y se origina en el círculo que rodeaba al padre del unitarismo, Bernardino Rivadavia, que no sólo lo condenó como “traidor a la patria”, sino que organizó fallidos atentados para terminar con su vida. ¿La razón? La negativa de San Martín de trasladar al Ejército Libertador en Buenos Aires, en 1820, para sofocar la rebelión de las provincias litorales contra el desmedido centralismo porteño implementado por el Directorio. La respuesta del Padre de la Patria fue impecable: “Jamás derramaré la sangre de mis compatriotas y sólo desenvainaré mi espada contra los enemigos de la independencia.”
Claro está que la posición terminante de San Martín difícilmente pueda ser compartida por los sectores más reaccionarios de la oposición actual. Imaginemos por un momento cómo le caería a una Patricia Bullrich cuyo punto fundamental de su programa de gobierno consiste en “exterminar” a sus compatriotas. Por no hablar de los 14 documentos oficiales firmados por el gobierno de Mauricio Macri en los que se reconoce la soberanía británica sobre las Malvinas. Desde la verdad histórica resulta muy en claro a quiénes corresponden la caracterizaciones de “Traidor” y de “Agente inglés”. Para ellos, claro está, sólo la mentira, como recurso retórico, queda como alternativa.
El “padre de la dolarización”, Emilio Ocampo, atribuye la creación del “mito sanmartiniano” a Bartolomé Mitre, en su libro «Historia de San Martín y de la emancipación sudamericana» (1887) y asegura que nuestro prócer recibió instrucciones del gobierno británico para su campaña militar, profundizando los argumentos de otro referente intelectual de JxC, Rodolfo Terragno, quien deja planteada la sospecha sobre San Martín al convertirlo en simple ejecutor del Plan Maitland, elaborado por ese militar escocés a fines del Siglo XVIII. E incluso Terragno llega a afirmar que “Mitre ‘construye’ una historia, que es importante, por supuesto, pero que trata de armar un paradigma del héroe. Y, en consecuencia, una figura irreal.” E incluso sostiene que “Durante todo el período previo a la organización nacional, la figura de San Martín no era tan fuerte. Hasta después de su muerte no era visto como un héroe.”
Ocampo reitera esos argumentos vis a vis. “Desde que tenemos uso de razón, se nos martilla con que tenemos un Padre de la Patria. Ese es un personaje ficticio”, afirmó Ocampo. “No se trata de criticarlo a San Martín, sino de ponerlo en el lugar correcto”.
Ni Ocampo, ni Terragno, ni Calabrese, ni Saint Jean son historiadores profesionales. Mucho menos desarrollan una investigación sólida y documentada. En el caso de Ocampo, además, es descendiente –nada menos- de Carlos María de Alvear, Director Supremo de infausto recuerdo que solicitó a las autoridades inglesas el establecimiento de un “Protectorado” sobre el Río de la Plata a punta de bayoneta y que pretendió, sin éxito, deponer a San Martín del ejecutivo cuyano y de la dirección del Ejército Libertador. El cerrado apoyo recibido por San Martín por sus subordinados impidió que su decisión pudiera llevarse a cabo.
¿Cómo sostener la tesis de que San Martín era un “agente inglés”, cuando fue perseguido, sancionado, y hasta tratado de asesinar por quienes sostenían la iniciativa de establecer un “Protectorado Británico” sobre el Río de la Plata? Cierto es que Mitre trató de construir un mito en torno a nuestro Libertador, pero no con las características que le atribuyen los ensayistas reaccionarios. El fundador de La Nación intentó convertirlo en “el tonto de la espada”, limitando sus capacidades al terreno militar. Una amplia bibliografía demuestra que San Martín excedió largamente esa condición: fue además un brillante estadista y jefe de Estado, un diplomático de lustre y una figura protagónica del liberalismo durante su exilio europeo.
Lo que no se le perdona es su rebeldía ante la exigencia de convertirse en herramienta del contubernio entre unitarios y británicos, sobre la base del centralismo porteño. Muy por el contrario, su organización del Estado Cuyano fue un modelo de referencia para las administraciones provinciales de los caudillos federales. Ÿ ni qué decir de su amargo viaje al Río de la Plata para poner su espada al servicio de la nación en la guerra con el Brasil, al anoticiarse de la asunción de la gobernación porteña por Manuel Dorrego; o los servicios prestados a la Confederación durante el bloqueo francés de la década de 1830 o de la Guerra del Paraná librada en la de 1840 para responder a la invasión anglo-francesa.
Para unitarios y liberales el legado de su espada a Juan Manuel de Rosas en 1837 colmó la medida. Pero Mitre, como historiador, no podía escribir una diatriba sobre una figura de culto a nivel internacional, a la que a la fecha se le han levantado estatuas en casi 60 países de todos los continentes. Por esa razón optó en circunscribirlo a su condición de general excepcional, amputándole el resto de sus virtudes, que iban en la línea exactamente inversa a la de su pretendido biógrafo.
En este punto es donde se inscribe la defensa del colonialismo español que realiza Rodrigo Marra, con ataque a Paka Paka incluido. En la maravillosa divulgación de la historia nacional realizada a través de la tira Zamba, nuestro Libertador adquiere una dimensión excepcional, totalmente justificada. Los argentinos tenemos frágil memoria: tal vez la mayoría haya olvidado que, a partir de su renovado protagonismo, San Martín llegó a ser el eje de la publicidad de una cadena de supermercados.
Pero si la ofensiva sobre el “Padre de la Patria” –y, a través de ella, el cuestionamiento de nuestra soberanía- se hunde por su propia falacia y absoluta insostenibilidad, ¿qué podría decirse de la reivindicación de la eficacia de la Gestapo que realizó quien parece ser el señalado por Milei para dirigir la Educación Argentina?
Sin filtro, Martín Krause disparó que «si la Gestapo hubiera sido argentina» habría matado a «muchos menos judíos». «Hubiera habido coimas, ineficiencias, se hubieran quedado dormidos… pero eran alemanes», sentenció.
Y no conforme con esto, se explayó afirmando que: «Somos unos chantas, no cumplimos nada. Dentro de todo, mejor. Esto me hace pensar, imagínense si la Gestapo hubieran sido argentinos (sic), ¿no hubiera sido mucho mejor? Porque en vez de matar a 6 millones de judíos, hubieran sido muchos menos. Porque hubiera habido coimas, ineficiencias de todo tipo, se hubieran quedado dormidos… Pero eran alemanes, ese es el problema que hubo.»
La crítica a la eficiencia del Estado argentino expresada en esa deplorable metáfora confirma la naturaleza autoritaria y terraplanista de La Libertad Avanza. Ya Milei insistió reiteradamente en su disposición a recurrir al Plebiscito para implementar sus políticas en caso de que la composición del Congreso Nacional le impida alcanzar las mayorías requeridas institucionalmente. El nexo con los referéndums de 1934 y 1938 de los que se valió Adolf Hitler para destruir la República de Weimar e imponer su dictadura totalitaria. Gracias a este recurso Hitler concentró los cargos de Presidente y Canciller, el Fuhrer exigió un juramento de lealtad personal a las fuerzas armadas, privó del sufragio a judíos y polacos y se atribuyó la cualidad de la infabilidad. Claro está, el fraude electoral fue la clave para su victoria en ambas ocasiones.
Las inminentes elecciones que afrontamos los argentinos adquieren una trascendencia inédita en nuestra historia. Lo que está en juego no es un siempre cambio de autoridades, sino el futuro de nuestra democracia, las condiciones de vida y de trabajo y la integridad de nuestro territorio. No se trata de una simple contienda presidencial, sino una disyuntiva entre autoritarismo y democracia que, a diferencia del pasado, no se resolverá a través de cuartelazos sino del ejercicio del sufragio universal. Lo que se ha puesto en cuestión no sólo es el consenso democrático, sino nuestra historia, nuestra memoria colectiva y nuestra forma de vida.
Cierto es que la democracia recuperada en 1983 fue más efectiva en su continente –las formas institucionales- que en su contenido –la consecución del bienestar general-. Las deudas son muchas y, a menudo, injustificables. Pero eso no debe hacernos perder de vista que sólo a través de la libertad efectiva, la acción efectiva del Estado y la capacidad de transformación que debe adquirir la política podremos garantizar la movilidad social ascendente, la inclusión social, el crecimiento económico y una convivencia pacífica y ordenada, con soberanía política, independencia económica y justicia social. Entre el “gobierno de unidad” que propone Sergio Massa –alineando a las fuerzas políticas, sociales, económicas y culturales, comprometidas con la democracia-, y los planteos autoritarios de Javier Milei y de Patricia Bullrich hay una línea divisoria que excede largamente a una simple competencia electoral: nuestro estilo de vida y nuestras convicciones sociales más profundas están puestas en disputa.
El politólogo Jaime Durán Barba descalificó recientemente las chances electorales de Patricia Bullrich, afirmando que no hay “alegría” en sus propuestas. Tampoco la hay en las de Javier Milei. Ambos proponen un futuro inmediato con confrontación y tristezas inéditas. Las medidas impulsadas por Sergio Massa en las últimas semanas dan claras señales de una orientación inversa. Una Argentina para pocos, exclusión social y concentración de la riqueza en los primeros casos. Una Argentina con todos adentro, en el marco de un “gobierno de unidad”, en el segundo.
Esperemos que el enojo –justificado en muchos casos- no termine consagrando a los vendedores de espejitos de colores. Y una vez más, y como conclusión, recordemos las palabras de nuestro Libertador, el General San Martín, “Un buen gobierno no está asegurado por la liberalidad de sus principios, pero sí por la influencia que tiene en la felicidad de los que obedecen.”