Los argentinos afrontamos hoy el segundo balotaje presidencial efectivizado. El único antecedente es el de las elecciones de 2015, en las que Mauricio Macri consiguió revertir el resultado de las generales, para imponerse finalmente por apretado margen sobre Daniel Scioli. En 2003 no llegó a concretarse debido a la renuncia a participar del candidato más votado en primera vuelta, Carlos Menem, lo que automáticamente determinó el triunfo de Néstor Kichner. Otro caso de renuncia a participar fue el de Ricardo Balbín, en 1973, posibilitando la victoria de Héctor J. Cámpora. Por entonces la Dictadura de Alejandro Agustín Lanusse había dispuesto, mediante el Decreto-Ley N°19.802, que el vencedor debería obtener el 51% de los votos, y que quienes hubieran obtenido más del 15 % podrían participar de la segunda vuelta. Como el candidato del FREJULI había quedado a apenas unas décimas de alcanzar ese requisito, el histórico líder radical desistió de participar.
Sin embargo, esta herramienta de definición que para los argentinos resulta relativamente novedosa, ya que se incluyó con rango constitucional en el paquete de reformas de 1994, tiene una larga tradición en Occidente. El punto de partida se remonta a 1852, en Francia, durante el Segundo Imperio de Napoleón III. El término ballotage proviene del verbo balloter, que significa votar con bolillas, y se aplica a las elecciones en las que ninguno de los candidatos llegó a obtener el piso requerido para imponerse en primera vuelta.
En nuestro país fue impuesto por la Dictadura de Lanusse, en 1972, y se aplicó a las dos elecciones de 1973, en las que se impusieron las fórmulas Cámpora y Solano Lima en la primera, y Perón-Perón en la segunda. Ya fuera por la renuncia del candidato opositor en un caso, como por la contundente victoria del General Perón en la segunda, nunca llegó a ponerse en práctica. La norma siguió en vigencia hasta 1983, y fue anulada para reinstalar la normativa constitucional en las elecciones de 1983, en las que se impuso Raúl Alfonsín.
La reforma constitucional de 1994 dispuso que en la Argentina habrá balotaje cuando un candidato no consiga más del 45 % de los votos afirmativos en la primera vuelta, o cuando habiendo logrado el 40 % de los votos no consiga obtener una diferencia de 10 puntos porcentuales sobre su inmediato perseguidor. En estos casos, las dos fórmulas más votadas deben volver a confrontar dentro de los 30 días posteriores a la elección general.
Aún cuando tenga una estructura de elección general, la lógica del balotaje corresponde a la de un plebiscito, en el que se debe optar entre una de las alternativas posibles. Los especialistas consideran que se trata de una instancia de descarte, en la que quienes votaron a otras opciones deben elegir a quien menos les disgusta entre los dos más votados. Por esta razón, su celebración da lugar a negociaciones y acuerdos de distinto tipo, en las que los menos beneficiados en la primera instancia pueden conseguir cargos o beneficios a cambio de su respaldo o prescindencia.
Este es precisamente el caso de la actual definición, sin duda la más apasionante entre las de ese tipo de que las que debió afrontar nuestro país.
En pocas horas, el misterio estará resuelto.