Las encuestadoras registran, en las últimas semanas, una coincidencia llamativa al registrar una caída acelerada de la imagen de Javier Milei. La desaprobación del gobierno ya está alrededor del 50%, mientras que la imagen positiva merodea el 42%. Estos indicadores, combinados con el creciente pesimismo que miden las consultoras, termina de completar un escenario que preocupa, y con razón, a la Casa Rosada.
Por más que Milei recurra a todos sus trucos para tratar de mantenerse en el centro de la escena, el decreciente interés público por la figura presidencial es otro de los datos contundentes que registran los relevamientos. Los últimos reportajes de Javier Milei con Alejandro Fantino y con Esteban Trebucq sólo obtuvieron un bajísimo rating, expresión de la indiferencia de una audiencia que se cansó de la pirotecnia discursiva presidencial: hueca, falaz y sin empatía alguna con las preocupaciones reales que experimenta la sociedad argentina.
El gobierno no da respuestas ni a las preocupaciones de la gran mayoría de los argentinos que han sido las víctimas excluyentes de su desenfrenado plan de ajuste, ni a la de los mercados, por sus decisiones imprevisibles, contradictorias e insostenibles desde cualquier biblioteca económica. La economía no cesa de retroceder; la pobreza y la indigencia se multiplican; y las reservas no dejan de disminuir. El gobierno se ha vuelto cada vez más intervencionista, y ha dejado a mitad camino los ajustes de tarifas, que, de todos modos, son impagables. La retórica liberal se contradice con el dirigismo estatal. En estas condiciones, sólo consigue atraer la decepción generalizada.
Milei construyó su imagen pública sobre una supuesta experticia en economía, pero su gestión lo desmiente a cada paso. El presidente sólo parece preocupado en potenciar su imagen internacional, pero este objetivo personal no encuentra correspondencia alguna con las expectativas de la sociedad. Ni siquiera con ese 15% de votantes en el balotaje que ahora expresa una mirada crítica.
Para peor, las nuevas iniciativas legislativas que está pronto a lanzar el gobierno no tiene correlato alguno con las preocupaciones sociales. La reforma política no mueve el amperímetro social; las nuevas reformas laborales causan espanto y la nueva fórmula jubilatoria causa temor en la tercera edad.
Si bien hasta ahora un discurso revulsivo y la crítica feroz del pasado fueron dos elementos clave para sostener la imagen de Milei, la sociedad empieza a privilegiar la realidad que las palabras no consiguen esconder. Adicionalmente, la ausencia de un liderazgo y de una propuesta alternativa sólida impide la generación de una grieta anti-Milei que despierte el fanatismo a ambos lados. Por el contrario, la sociedad comienza a identificar como su principal opositora a la vicepresidenta Victoria Villarruel, a quien nadie percibe como parte de la casta, por lo que la política no despierta entusiasmo ni interés alguno.
En estas condiciones, el gobierno se aferra al logro de la reducción de la inflación autogenerada por él mismo, y para sostenerla sacrifica la adopción de un conjunto de medidas económicas que podrían favorecer el crecimiento económico y el incremento de las reservas. Pero la mala noticia para él es que la preocupación principal de la población ya no es la inflación, sino el desempleo, el deterioro de la capacidad de compra y el hundimiento en los niveles más bajos de la pirámide social.
De a poco, la figura de Milei se hunde en la intrascendencia, y genera la duda sobre si las próximas etapas de la gestión lo tendrán como protagonista, o será deglutido por su declinación. En su círculo íntimo temen que el ¡Milei, afuera! Termine siendo el corolario de todos aquellos logros que los argentinos supimos conseguir, y que nos han sido arrebatados por esta presidencia.