Si para algo sirvió el affaire Kueider, al menos en los capítulos desarrollados hasta el momento, es para sacar a la luz todas las miserias y temores de una casta política inmersa en un lodazal. Comportamientos mafiosos, chantajes, amenazas, corrupción y carpetazos componen algunas de sus prácticas más características, que ahora comienzan a exhibirse a los ojos de la sociedad. No es que sean nuevas: simplemente, las cubría una especie de pacto de silencio.
El disparador para que esto sucediera fue, justamente, la instalación como ítem discursivo ganador del repudio a la casta por parte de Javer Milei. Sin dudas fue exitoso, ya que le permitió acceder a la presidencia e imponer el más drástico ajuste del que se tenga memoria a la sociedad argentina en tiempos de vigencia –a la que te criaste- de la república. Milei nunca denunció puntualmente esos mecanismos ni a sus responsables: simplemente se limitó, tal cual es su estilo, a promover el morbo, la imaginación y hasta la ciencia ficción de una sociedad hastiada de una clase dirigente que la condujo sistemáticamente a la decadencia, mientras incrementaba sus acreencias y consolidaba sus posiciones de poder. Si cualquier ciudadano de a pié tuviera que definir esos comportamientos con precisión, o señalar a justos y pecadores, no alcanzaría mayores coincidencias ni sería capaz de hacerlo. La grieta y los prejuicios sepultaron al sentido común y al juicio racional.
La manera en que el gobierno actual consiguió aprobar las leyes más terribles contra el patrimonio nacional, las condiciones de vida y la salud de la mayoría de los argentinos siempre estuvo sospechada, pero la complicidad de la oposición y un exitoso blindaje mediático permitieron tapar el sol con las manos, al menos durante el primer año del gobierno de Javier Milei. Embajadas, represas, cargos públicos y dinero parecen haber sido las principales razones que permitieron convencer a quienes siempre tuvieron vocación como colaboracionistas. Y si bien las sospechas estaban presentes, siempre terminaban diluidas tras un aparente éxito económico sustentado sobre la creatividad y la manipulación de datos.
El problema estalló, finalmente, por donde debía hacerlo. Tanto el PRO, como el radicalismo o quienes componen UxP, así como el resto de los bloques que cobraron forma en el último año, cargan con el desprecio o la manifiesta pérdida de popularidad en la sociedad. Pero al mismo tiempo de que son conscientes de que nada es como antes era, también tienen en claro que necesitan conservar sus posiciones institucionales para mantener sus posiciones de poder y de liderazgo interno. En esta competencia de necesidades, entre las de un gobierno que debe incrementar su participación legislativa y una oposición que no puede perder escaños, las elecciones del año próximo fueron el polvorín que puso en jaque terminal a la política argentina.
Los protagonistas de la grieta precedente, Cristina y Mauricio Macri, necesitan conservar su presencia institucional. Cristina para no ir presa; Macri para no perder la CABA ni el capital político que acumuló durante dos décadas, y que ahora pretende ser fagocitado por LLA. ¿Qué mejor estocada que denunciar a un Senador de origen peronista, vendido al oficialismo, en una incursión nocturna a un país vecino donde jamás se descubren situaciones como las que nos ocupa? Claro está que a Kueider lo entregaron para instalar el tema de la corrupción –del que milagrosamente venía zafando el gobierno actual- y obligar a las autoridades actuales a elegir entre la lealtad a un aliado estratégico y salvaguardar su insostenible pretensión de que “la casta son los otros”.
A la postre, el senador entrerriano fue un perejil, con una larga tradición de situaciones legales y acreencias económicas incompatibles con su función. Pero claramente no parece ser el único, aunque sí el más conveniente para que un sujeto con una mochila putrefacta como Macri pudiera reclamarse como una vestal.
A partir de la instalación del tema, la velocidad que cobró su desarrollo también fue inédita. A algunos le convenía para demostrar la determinación de su castigo. Al gobierno, para tratar de quitarlo de agenda. A la vicepresidenta, aliada con Macri, para tomar distancias aún mayores y denunciar tácitamente la cloaca del oficialismo.
A diferencia de otras ocasiones, a Santiago Caputo le faltaron reflejos para manejar una situación que, tal vez, no tendría salida. Buena parte de sus legisladores terminaron votando en contra de lo dispuesto inicialmente por la Casa Rosada. Mauricio Macri optaba por una suspensión acompañada de un largo proceso judicial, para mantener el tema en el candelero durante toda la campaña electoral. Cristina precisaba una solución drástica para sumar una nueva senadora propia. Ganó ella en principio: el enfrentamiento cada vez más desembozado entre Macri y Milei dejó a los legisladores de ambos en situación de apoyar la medida más extrema, a riesgo de ser marcados por la sospecha de la complicidad.
Pasada la votación, el gobierno podía haber elegido cerrar el tema y echarle tierra encima. No lo hizo, tal vez porque no sabe retroceder; tal vez porque temía las eventuales revelaciones que pudiera formular Kueider al sentirse traicionado. Por eso recurrió a cuestionar la legalidad de que Villarruel encabezara la sesión cuando debía hacerse cargo del Ejecutivo exclusivamente. El entrerriano aprovechó y presentó un amparo sobre ese argumento. La judicialización de la política no es novedad: lo que sí lo es su generalización.
Cuando se discutía qué hacer con Kueider, el gobierno amagó con presentar una lista de casos similares que incluía a actores caracterizados de las diversas fuerzas políticas. No se animó a presentarla, ya que habría sido un suicidio colectivo. ¿Cambiará su postura a partir del desenlace inicial del affaire?
Por lo pronto, el campo de las derechas políticas quedó estallado. La confrontación entre Macri y Milei se radicalizó; Villarruel fue expulsada explícitamente del oficialismo; y Cristina asoma como la antagonista a vencer una vez que aquellas definan su interna. Mientras tanto hay un riesgo enorme para la imagen del gobierno si insiste en sostener que la sesión es inválida, ya que se está calzando voluntariamente el cartel de la corrupción y de su pertenencia a la casta que insiste en criticar. Pero hay algo que preocupa aún más a todos: que Kueider hable, o que su celular sea analizado por la justicia paraguaya y sus contenidos hechos públicos.
En definitiva, sólo ha asomado la punta del hilo de la corrupción. Habrá que ver si se llega a desmadejar el carretel. Mientras tanto, y razonablemente, la casta tiene miedo.