Por Alberto Lettieri
La tecnología implicó, a lo largo de la historia, la cristalización de los avances realizados por el arte y la ciencia humanas, pero invariablemente esos cambios estuvieron acompañados de transformaciones en las formas de vivir, de actuar y convivir de las sociedades. Desde la domesticación de la agricultura y de la ganadería, la rueda, la máquina a vapor, la revolución industrial y la cadena de montaje, hasta internet o la Inteligencia Artificial, esas profundas innovaciones dejaron su sello en la vida humana. Sin embargo, para amplios sectores de la política argentina esto parece haber pasado desapercibido, ya que siguen imaginando a un ciudadano como sujeto provisto de una racionalidad occidental que consigue explicar cada vez menos los comportamientos sociales. En la práctica, el ciudadano concebido como individuo racional susceptible de ser convencido en base a programas de acción coherentes y racionales ha desaparecido. Más aún, el voluntarismo y la lógica binaria, propia de los algoritmos, arrasaron con el pluralismo y la tolerancia de la diversidad. La crisis de la educación, el empobrecimiento y la precariedad económica, la inmediatez y el voluntarismo dominan una escena que, sólo algunos años atrás, podría haber sido definida como propia del “realismo mágico”.
El único que parece comprenderlo es el gobierno nacional y, sobre todo, su ideólogo, Santiago Caputo, quien con justicia se ha ganado el apodo de “El mago del Kremlin”, al aplicar puntualmente las enseñanzas que Giuliano da Empoli transmite en la novela homónima a través de su contradictorio personaje que utiliza el seudónimo Nicola Brandeis, nombre que, por otra parte, daba vida hasta hace poco a la cuenta informal de X del lúcido asesor presidencial. No importa que, en un caso, el asesorado sea el “Zar”, Vladimir Putin, y en el otro Javier Milei. De lo que se trata, en el fondo, es del control y el ejercicio del poder, más allá de toda ideología. Quien consigue controlar la agenda impone condiciones, más allá o, justamente, a causa de, las constantes aparentes contradicciones en términos ideológicos y hasta de sentido común, ya que, en el fondo, lo que importa es comprender y aprovecharse de las características de las sociedades sobre las que debe ejercerse el poder. Cuanto mayores sean esas contradicciones, mejor, ya que la sociedad –incluida la vieja política- no consiguen explicarlas, por lo que el gobernante se convierte en el único capaz no sólo de definir los ítems del debate público, sino también de ofrecer un punto de síntesis para el caos que genera.
De este modo, oponer a la comunidad LGBT con el pensamiento social conservador, a las derechas con las izquierdas, al nazismo con la democracia –y así podría continuarse hasta el cansancio- en pares de opuestos no es sino la aplicación política de los códigos binarios de los algoritmos. Las sociedades, desde hace mucho tiempo se han simplificado, se han vuelto ignorantes y ordinarias, la enorme mayoría de sus miembros es incapaz de ejercer el pensamiento crítico o, tan siquiera, de formular alguna conclusión propia. El ciudadano se ha convertido en un consumidor que responde a reacciones primarias de satisfacción de deseos. Pocos son los que pueden predecir con cierto nivel de seriedad las consecuencias de la política económica actual –basta, simplemente, con echar una ojeada a nuestro propio pasado-, e incluso hacerlo los expone a la condena y al aislamiento social. Las mayorías sólo piensan en vivir el hoy, despreocupándose de lo que vendrá, si total los ha convencido que el futuro siempre ha sido peor. Es mejor viajar de vacaciones a Brasil ahora que se puede, antes que reparar en la sangría de divisas y su inevitable impacto sobre la economía y la sociedad.
Una dirigencia política tradicional elitista y rapaz, que con razón se ha ganado el apodo de “casta”, una vez perdida toda empatía con la sociedad, ha terminado de crear las condiciones para la creación del monstruo Frankenstein. Aunque no sea aplicable para todos los casos, no ha resultado difícil convencer a casi todos de que no nos podría esperar nada peor a lo que ya vivimos, o tener una dirigencia más execrable que la conocida. Los Macri, las Cristinas y los Albertos Fernández vuelven imposible imaginar slogans como “volver mejores”. Pero lo peor es que no entienden, o no les interesa entender, que ninguna propuesta o contradiscurso conseguirá hacer pie en la sociedad con ellos como front page de esa alternativa.
Muchas cosas del viejo mundo previo a algoritmos e IA han muerto, pero otras siguen vivas y cada vez son más exitosas, como la utopía del poder absoluto y la figura del líder, sin mayores compromisos partidarios, capaz de transformar el barro en oro. Ese sujeto presuntamente predestinado a dar vida a una nueva sociedad, producto de una actualización reduccionista del Leviatan hobbesiano, cuenta cada vez con más adictos en el mundo moderno, que no es el de “las Luces” sino el de un oscurantismo cultural desesperanzador. La “nueva Edad Media” de la que hablaba Giovanni Sartori en su Homo Videns se ha instalado para quedarse. Y, como es sabido, la ignorancia masiva no es, precisamente, el caldo de cultivo de ninguna clase de democracia.
En tiempos de lo que Pierre Rosanvallon ha denominado como “Contrademocracia”, un modelo político basado en la desconfianza y la impugnación al otro antes que en el convencimiento de respaldo a un programa o doctrina concretos y coherentes, la administración del enojo, las frustraciones y los rencores se ha convertido en la clave de la gobernabilidad. Eso es lo que asevera, sin medias tintas, Giuliano da Empoli a través de Nicola Brandeis: quien controla la agenda administra el enojo y domina el mundo.
Muy lejos de los ideales se paz y amor sesentistas –cuya contracara, por cierto, fueron las mayores guerras civiles y de descolonización a lo largo del planeta-, ahora sólo la violencia parece ser la clave que sintetiza la interpelación social exitosa. No importa si es a favor o en contra, lo cierto es que lo “políticamente correcto” ha estallado. Lo realmente importante consiste en instalar expectativas y ser capaz de manipularlas. Por cierto que, en algún punto y quién sabe cuándo, las sociedades tomarán conciencia de que han caído en el Apocalipsis. El problema es que, en ese momento, exigirán aún más control, más represión y más centralización de la autoridad política.
Mal que les pese a los socialdemócratas y cultores de la diversidad, la democracia liberal ha infringido tanto daño dentro de los cuerpos sociales que difícilmente pueda ser presentada como opción. Quedó en claro que no ha podido garantizar que se coma, se cure y se eduque, como sostenía un Raúl Alfonsín que terminó arrasado y obligado a abandonar el sillón presidencial seis meses antes de tiempo, barrido por la hiperinflación y la dilución de su autoridad. También debió encender el helicóptero antes de tiempo Fernando de la Rùa, y sólo el blindaje político de Sergio Massa impidió que Alberto y Cristina tuvieran que hacer lo propio.
¿No hay futuro para la democracia? Tal vez sí, pero sólo en la medida en que los liderazgos asociados con el fracaso acepten dar un paso al costado, y lo más urgentemente posible. Las viejas identidades y partidos políticos deberían dejar paso a nuevas alianzas y consensos programáticos, para redefinir el antagonismo central en la dupla democracia-autoritarismo, reemplazando las viejas parejas personales o partidarias. Caso contrario, la alternativa a los proyectos totalizantes actuales serán otros proyectos más autoritario aún, y una sociedad de zombies reemplazará a la de los viejos ciudadanos ya desintegrados.
Al fin y al cabo, según observaron con agudeza a fines del Siglo XIX Gaetano Mosca o Vilfredo Paretto, la única regularidad en la historia de la humanidad ha sido que una elite dirige y concentra riqueza y autoridad, y una mayoría gigantesca es dominada y explotada. Las formas de ejercicio de ese poder y los fundamentos de esa autoridad podrán variar –la religión, la tradición, la razón, la riqueza-, pero el fenómeno de fondo sigue invariable. Y no es distinto hoy en día, donde la tecnología y la riqueza se han convertido en los santuarios sobre los que gravitan nuestras sociedades contemporáneas.